Desde el avión que nos llevó cómodamente desde Aswan a Abu Simbel tuvimos una panorámica increíble del inmenso desierto y aquel océano que es el lago Nasser.
La obra de recuperación de los templos que iban a ser sumergidos por la presa fue titánica y un éxito de la colaboración internacional. Casi tan titánica como la construcción del gran templo de Ramsés II y el de la diosa Athor, excavados en la roca.
Los templos fueron trasladados piedra a piedra desde su emplazamiento primitivo hasta el actual. Así se evitó que se perdieran para siempre después de haber sido rescatados también de la arena en 1817. El templo dedicado “a sí mismo” muestra cuatro grandes colosos de 20 metros con la imagen de Ramsés II que vigilan la frontera del Alto Egipto como advertencia a los invasores provenientes del sur.
Atravesamos las dos salas de columnas disfrutando de los relieves, a estas alturas del viaje ya nos considerábamos unos pequeños expertos, hasta llegar al santuario sagrado en el que Ramsés nos dejó un pequeño truco astronómico: Aparece su majestad sentada junto con la tríada titular de dioses y dispuesto de tal manera que el día 21 de febrero, cumpleaños de Ramsés y el 21 de octubre día de su coronación, los rayos de la luz del sol iluminan las estatuas de Ramsés, Ra y Amón, pero no la de Path situada a su izquierda, que lo relacionaba con el inframundo.
Mucho debía apreciar Ramsés a Nefertari pues no solo le dedicó un templo, sino que consintió que sus estatuas fueran del mismo tamaño que las suyas. En total 6 estatuas de 10 metros y algunas más “enanitas” de sus hijos.
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